jueves, 26 de mayo de 2011

El Card. Bergoglio reclamó humildad para construir la Patria

Buenos Aires, 25 May. 11 (AICA)
Texto completo de la homilía
1. Este pasaje del Evangelio nos sorprende con la íntima expresión orante, casi litúrgica, de Jesús que se empequeñece ante nuestros ojos a la vez que se abre al infinito de Dios en su calidez de Padre. Jesús descansa en su centro más profundo: el de sentirse Hijo amado, y hermanado en aquellos mismos pequeños que recibieron de sus manos ese amor del Padre.
Ese amor alivia, suaviza, apacienta y en él la vida deja de ser una carga. La solidaridad fraternal que crea quita el agobio y ese peso desmedido con el que nuestra propia presunción y obstinación ahogan el alma.
Dios nos hermana en Jesucristo, para que su amor cuidadoso, paciente, estimulante, nos libere de la ceguera y coraza del propio orgullo y vanidad, revelándonos que, en ese Amor, una vida distinta es posible.
Hoy queremos dejarnos iluminar por ese amor de Dios para avivar el sueño memorable que nos acerca la historia de quienes nos precedieron, los que gastaron su vida para que pudiéramos estar aquí. Los que nos hermanaron en su amor a la Patria con su trabajo y lucha por ella, los que se dejaron inspirar en su fe para tener generosidad grande, entrega sin medida.

2. El pasaje evangélico nos habla de la humildad. La humildad revela, a la pequeñez humana autoconsciente, los potenciales que tiene en sí misma. En efecto, cuanto más conscientes de nuestros dones y límites, las dos cosas juntas, seremos más libres de la ceguera de la soberbia. Y así como Jesús alaba al Padre por esta revelación a los pequeños, deberíamos también alabar al Padre por haber hecho salir el sol de mayo en quienes confiaron en el don de la libertad, esa libertad que hizo brotar en el corazón de aquel pueblo que apostó a la grandeza sin perder conciencia de su pequeñez.
Intereses y tendencias distintas no ahogaron la semilla que fue creciendo en sacrificio, heroísmo y entrega amorosa al deseo de construir la patria.
La memoria de mayo nos señala el arrojo de quienes se fortalecieron en su humilde condición y no escatimaron sacrificios, renuncias, despojos y muerte para el largo camino de construir un hogar para todos los de buena voluntad que poblaron este suelo.
No cimentaron la patria en delirios de grandezas desafiantes y poco creíbles, sino en el cotidiano construir, luchar, equivocarse y rectificarse. Basta recorrer estos doscientos años para ver que hubo, como habrá siempre, intereses mezquinos, ambiciones personales y de grupo; pero sólo perduró lo que fue construido para todos, para el Bien Común de todos.

3. Elevando como Jesús nuestra mirada al Padre, reconoceremos a aquéllos que desde lo humilde, y sólo desde lo humilde, hoy como aquel entonces, pueden aportar y compartir. Aquéllos que pudieron y pueden liberarse del peso de todo lo desmedido que podría haber en sus ambiciones, y cobran vuelo en iniciativas, creatividad y entrega a lo más noble.
En esa memoria nos re-descubrimos, se nos revela verdaderamente que el cariño de nuestro Padre Dios nos acompaña desde siempre en la grandeza humilde de muchos.
Pero sabemos también que nuestro buen Padre no se entromete en nuestra libertad, no interfiere ni cercena nuestras opciones. Si nosotros elegimos dormir el sueño de la autosuficiencia, si abandonamos la riqueza de lo humilde por creernos algo que no somos, dormiremos la pesadilla de un país que abandona su destino, y será nuestra culpa y sólo nuestra.

4. Nos sentimos llamados a pedir la gracia de renovar nuestro espíritu, despertar a nuestra verdad que, por dura que parezca, no deja de ser esperanzadora, ya que el que se encuentra consigo mismo, con los demás y con Dios, se encuentra con la verdad, y sólo la Verdad nos hace libres con aquel aliento de Dios que inspiró la vida al crearnos con sus manos, y que nos vuelve al sentirnos reconocidos como hijos en El, pedimos para nuestro espíritu la capacidad y prontitud de escuchar, pensar y sentir para actuar de acuerdo a nuestro horizonte y anhelo de grandeza, pero con los pies en la tierra.
Escuchar a lo alto como El escuchaba, ser oyentes (ob-audientes) para que se revele la verdad en la medida que se devela nuestro orgullo. Escuchar al Señor que inspira cosas grandes en el silencio del corazón propio y del hermano, del amigo y del compañero. Ir reconstruyendo ese vínculo social desde lo consistente de la búsqueda común.

5. Así es como crece y se despliega la sabiduría de nuestro pueblo, silencioso y trabajador, sin otra condición social más que la de ser humildes.
La sabiduría de los que cargan la cruz del sufrimiento, de la injusticia, de las condiciones de vida con que se enfrentan al levantarse todas las mañanas para sacrificarse por los propios.
La sabiduría de los que cargan la cruz de su enfermedad, de sus dolencias y pérdidas poniendo el hombro como Cristo.
La sabiduría de “miles de mujeres y de hombres que hacen filas para viajar y trabajar honradamente, para llevar el pan de cada día a la mesa, para ahorrar e ir de a poco comprando ladrillos y así mejorar la casa… Miles y miles de niños con sus guardapolvos desfilan por pasillos y calles en ida y vuelta de casa a la escuela, y de ésta a casa. Mientras tanto los abuelos, quienes atesoran la sabiduría popular, se reúnen a compartir y a contar anécdotas”.
Pasarán las crisis y los manipuleos; el desprecio de los poderosos los arrinconarán con miseria, les ofrecerán el suicidio de la droga, el descontrol y la violencia; los tentarán con el odio del resentimiento vengativo. Pero ellos, los humildes, cualquiera sea su posición y condición social, apelarán a la sabiduría del que se siente hijo de un Dios que no es distante, que los acompaña con la Cruz y los anima con la Resurrección en esos milagros, los logros cotidianos, que los animan a disfrutar de las alegrías del compartir y celebrar.

6. Los que saborean esta mística, los sabios de lo pequeño, ellos son los que recurren a Aquél que los alivia, al abrazo tierno de Dios en el perdón o en la entrega solidaria de muchos que, en distintas actividades, dan de la riqueza de sí.
Porque la Palabra llena de amor, aunque sea en un gesto, libera. Libera del yugo que nos imponemos cuando nos proponemos lo imposible, nos castigamos con lo irrealizable, nos atosigamos hasta deprimirnos con nuestras ambiciones y necesidad de ser reconocidos, de resaltar, o con nuestra mendicidad de afecto: no es otra cosa el acumular poder y riqueza. La sabiduría del humilde no las necesita, sabe que él vale por sí mismo, se siente amado por su Padre y Creador, aun ante el desprecio, el abandono, la humillación.
Así nos lo enseñó el Maestro de la humildad, el que llevó ligero su Cruz a la Pasión.

7. Por eso, y desde el camino de 200 años, el día de hoy nos invita a despertar, una vez más, a la humildad; a la humildad de aceptar lo que podemos y somos, a tener la grandeza de compartir sin engaños ni apariencias; porque las ambiciones desmedidas sólo lograrán que el supuesto vencedor sea el rey de un desierto, de una tierra arrasada, o el capataz de una propiedad foránea.
Los maquillajes y vestidos del poder y la reivindicación rencorosa son cáscara de almas que llenan su vacío triste y, sobre todo, su incapacidad de brindar caminos creativos que inspiren confianza. Es el vaciamiento consecuente de lo compulsivo de la soberbia en su manifestación más torpe, que es la veleidad.
El veleidoso, o vanidoso, es el que confunde pactos de contubernio con organización; escaramuzas con lucha; ventajismo con horizonte de grandeza. Como no se soporta a sí mismo necesita atemorizar a los demás y llena de palabras contradicentes lo que los hechos evidencian. Como carece de propuestas sólo enuncia reivindicaciones. Vive cuestionando, relativizando o trasgrediendo, porque sobrevive eternizando su adolescencia.
Ninguno de nosotros está libre de la veleidad, es posiblemente un mal argentino, y tiene su castigo en la incapacidad para amar y recibir amor, escuchar al otro desde sí, hacerse cargo, com-padecer, ser solidario, acompañar, llevar los límites y diferencias, aceptar los límites y roles.
El veleidoso está solo. Aunque esté acompañado, aunque obligue a la reverencia y someta o quiera seducir o impactar con su actuación y discurso.
¿No es acaso la inseguridad veleidosa y mediocre lo que nos hace construir murallas ya sea de riqueza o poder o violencia e impunidad? Pues bien, la humildad de Jesús nos aligera, nos quita el yugo de nuestra vanidad e inseguridad, nos invita a confiar, a compartir para incluir.

8. Queridos hermanos, la invitación de Jesús es a aligerarnos del peso de nosotros mismos, de esas simulaciones, falsas creencias y recetas rápidas que tanto nos gusta ensayar a todos, y retomar la confianza del trabajo fraterno, mancomunado, de largo plazo quizás.
Como lo aprendieron los humildes de nuestro pueblo, héroes conocidos y anónimos, que se sintieron hijos de Dios y de esta tierra.
Como Él mismo nos sugiere, confiar como hijos al igual que Él, que no escatimó esfuerzos y entrega aun sin ver los resultados.
La fraternidad en el amor como la vivió Jesús nos alivia, hace el yugo suave. No se trata de ser impecables pues nadie que se compromete deja de embarrarse, sino que se nos invita a no quedarnos en el chiquero que corrompe, porque Dios nos perdona siempre y nos eleva. Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón.
Desde la soberbia del “sálvese quien pueda,” o el aprovechar el desconcierto para acumular poder ocasional, se provoca la desintegración. Desde los desprendimientos que implica el saberse pequeños pero confiados, nace el gozo del construir juntos la grandeza de la patria.+










No hay comentarios: