martes, 16 de junio de 2015

A 60 años de la quema de las iglesias

Hoy, 16 de junio, se cumplen 60 años del día en el que ardieron la curia metropolitana y diez de las iglesias más queridas e históricas del centro porteño. Reproducimos la nota que publicó AICA hace diez años, al cumplirse los 50 años de aquel deplorable hecho. 

El triste suceso merece ser evocado, no para reabrir heridas sino como un saludable ejercicio de la memoria. Ese día ardieron por oscuros designios la curia metropolitana, que quedó totalmente destruida, y su rico archivo, y las siguientes iglesias: Santo Domingo, San Francisco, Capilla de San Roque, San Ignacio de Loyola, Nuestra Señora de la Merced, San Miguel Arcángel, Nuestra Señora de la Piedad, Nuestra Señora de las Victorias, San Nicolás de Bari y San Juan Bautista. De la Catedral, contigua a la Curia, los pirómanos respetaron el mausoleo del Libertador, pero causaron graves daños en la Capilla del Santísimo. Un negro capítulo de nuestra historia de país católico y una lección para siempre. 

El desencuentro entre el gobierno del general Perón y la Iglesia tuvo su origen varios meses antes. Hasta ese momento las relaciones habían sido óptimas. Perón influyó decisivamente para que el Congreso Nacional convalidara la ley de enseñanza religiosa del gobierno militar que había precedido al suyo (los diputados habían aprobado a libro cerrado la mayoría de los decretos-leyes de dicho período y no querían hacerlo con la enseñanza religiosa); consagró el país a la Virgen de Luján; ayudó más allá de lo estrictamente establecido a diócesis pobres y sus seminarios; fletó un barco con elementos para socorrer a los franciscanos de Italia; tenía en particular estima a determinados miembros del clero; integró su gabinete con reconocidos católicos, más un largo etcétera. Tan largo que debe de haber despertado los celos de algún sembrador de cizaña, cuyo objetivo fue presentar a obispos, sacerdotes y dirigentes católicos como contrarios al gobierno. 

Todo una maraña. Perón suprimió la ley con la que Cristo había vuelto a las aulas y amenazó con reemplazar a los profesores de religión con impredecibles “consejeros espirituales”; implantó el divorcio vincular; suprimió importantes feriados religiosos como el Corpus Christi, que pasó a ser “día laborable” y prohibió la tradicional procesión en torno de la Plaza de Mayo. 

Ese año la jerarquía eclesiástica trasladó la solemnidad del Corpus al sábado siguiente, 11 de junio, y resolvió hacer la procesión dentro de la Catedral. Fieles, y algunos no tanto, pero adversarios del gobierno, formaron una multitud que desbordó del templo y tras los oficios divinos se expandió como una mancha de aceite por los alrededores. En silencio, sin que nadie impartiera órdenes, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, se fueron encolumnando para una marcha pacífica de protesta, que tomó por la Avenida de Mayo y fue sumando nuevos adherentes. En el Congreso Nacional hizo una escala, alguien instaló en atlética maniobra una bandera papal en una columna del palacio legislativo, y se reanudó la marcha que concluyó en la Plaza San Martín, en Retiro, donde se disgregó. 

El éxito de esta caminata multitudinaria y callada en un tiempo en que la oposición no tenía voz ni en la más modesta emisora, hizo el efecto de un revulsivo en las entrañas del poder, que pronto acusó el golpe con una famosa mentira: los católicos, en su escala en Plaza Congreso, habían quemado una bandera argentina. Una bandera, es cierto, fue quemada por un agente de policía cumpliendo órdenes, pero no por miembros de la Iglesia. La patraña, en la que nadie creyó, dio origen a una fiebre de desagravios oficiales, uno por día. Por otra parte, el obispo auxiliar de Buenos Aires, monseñor Manuel Tato y el procurador del Cabildo Eclesiástico, monseñor Ramón Novoa, falsamente acusados de subversión, fueron embarcados con destino a Roma sin más que lo puesto. Algo parecido les ocurrió a los centenares de laicos que el domingo 12 de junio, el día siguiente a la procesión, enterados de que se tramaba un ataque contra la Catedral fueron a defenderla sin más armas que sus brazos y terminaron en la cárcel de Villa Devoto. 
El jueves 16 de junio también habría actos en desagravio a la bandera, y los porteños que hacia el mediodía se movían por el centro de la ciudad y observaron la aparición de aviones volando a baja altura, pensaron que fuera por un desagravio más. Se trataba en cambio de aviones de la Aviación Naval que arrojaron un infierno de bombas y metralla sobre la Casa Rosada con el propósito de matar al general Perón y poner fin a la dictadura. La ciudad estaba conmovida. La Confederación General del Trabajo (CGT) había llamado a los trabajadores a “defender al líder”. ¿Con qué? Con nada, simplemente movilizándose hacia la Plaza de Mayo, que en ese momento ardía de pólvora. Único resultado: varios centenares de muertos, cegetistas o no, porque el Presidente se había refugiado en el Ministerio de Guerra, a espaldas de la Casa Rosada, desde donde, al caer la tarde, dirigió un mensaje al pueblo condenando, obviamente, el alzamiento militar. 

Restos de calcinadas imágenes y partes de los altares hechas tizones, pueden verse aún hoy en algunas de las iglesias devastadas. Son los únicos recuerdos materiales que se conservan de aquella noche trágica. Ojalá sirvan para unir a los argentinos en una empresa de paz y concordia.+ 

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