martes, 29 de noviembre de 2016

La humildad cristiana es la virtud de los pequeños...

(RV).- El Señor revela el Misterio de la Salvación a los pequeños, no a los eruditos ni a los sabios. Lo afirmó el Papa en su homilía de la Misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta. Francisco se detuvo a considerar la virtud de los pequeños que – explicó –  es el temor del Señor, no el miedo, sino la humildad.
“La alabanza de Jesús al Padre”, que narra el Evangelio del día, según san Lucas, es porque “el Señor revela a los pequeños los misterios de la Salvación, el misterio de sí mismo”.
A los pequeños se les ha revelado el Misterio de la Salvación
El Santo Padre se inspiró en el evangelista para subrayar la preferencia de Dios por quien sabe comprender sus misterios, no los doctos y los sabios, sino “el corazón de los pequeños”. Y observó que también la Primera Lectura, llena “de pequeños detalles va por este camino”. En efecto, el profeta Isaías se refiere a “un pequeño vástago” que “brotará del tronco de Jesé”, y no de “un ejército” que producirá la liberación. Y los pequeños también son los protagonistas de la Navidad:
“Después, en Navidad, veremos esta pequeñez, esta cosa pequeña: un niño, un establo, una mamá, un papá… Las cosas pequeñas. Corazones grandes pero actitud de pequeños. Y sobre este vástago se posará el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo, y este pequeño brote tendrá la virtud de los pequeños, y el temor del Señor. Caminará en el temor del Señor. Temor del Señor que no es miedo. No. Es hacer vida el mandamiento que Dios ha dado a nuestro padre Abraham: ‘Camina en mi presencia y sé irreprensible’. Humilde. Esto es humildad”.
El Pontífice subrayó que sólo los pequeños “son capaces de entender” plenamente “el sentido de la humildad”, el “sentido del temor del Señor”, porque “caminan ante el Señor”, mirados y custodiados, “sienten que el Señor les da la fuerza para ir adelante”. Y explicó que es ésta la verdadera humildad:
Caminar bajo la mirada del Señor: no a la humildad un poco de teatro
“Vivir la humildad, la humildad cristiana, es tener este temor del Señor que – repito – no es miedo, sino que es: ‘Tú eres Dios, yo soy una persona, yo voy adelante así, con las pequeñas cosas de la vida, pero caminando en Tu presencia y tratando de ser irreprensible’. La humildad es la virtud de los pequeños, la verdadera humildad, no la humildad un poco de teatro: no, esa no. La humildad de aquel que decía: ‘Yo soy humilde, pero orgulloso de serlo’. No, esa no es la verdadera humildad. La humildad del pequeño es aquella que camina en la presencia del Señor, no habla mal de los demás, ve sólo el servicio, se siente el más pequeño… Allí está la fuerza”.
Pidamos al Señor la gracia de la humildad, de caminar en Su presencia
Es “humilde, muy humilde” – observó el Obispo de Roma con su pensamiento dirigido hacia la Navidad –  también la muchacha que Dios “mira” para “enviar a Su Hijo”, y que inmediatamente después va a ver a su prima Isabel, y no dice nada “de lo que había sucedido”. La humildad “es así” –dijo Francisco – “caminar en la presencia del Señor”, felices, gozosos porque “mirados por Él”, “exultantes en la alegría porque humildes”, precisamente como se narra de Jesús en el Evangelio del día:
“Mirando a Jesús que exulta en la alegría porque Dios revela su misterio a los humildes, podemos pedir para todos la gracia de la humildad, la gracia del temor de Dios, de caminar en su presencia tratando de ser irreprensibles. Y así, con esta humildad, podemos ser vigilantes en la oración, activos en la caridad fraterna y exultantes de alegría en la alabanza”.

viernes, 25 de noviembre de 2016

¿Comulgar sin participar de la fe y de la vida de la Iglesia?

PREGUNTA: ¿Qué puedo contestar a quien me dice “comulgo porque lo importante es la relación directa con Dios. No soy parte de la Iglesia ni de sus ritos, porque no creo en ella.., pero sí creo en el Dios cristiano”?

En primer lugar -como siempre en el apostolado- tendrás que rezar por esa persona.
Y tratar de explicar las cosas con calma, sin pretender “convencerla”, ya que en las discusiones cada persona se cierra más en su postura, en lugar de abrirse a entender…
Habría que explicarle que una religión supone coherencia con ella. Si yo participara de unos ritos en los que no creo, estaría faltando sinceridad: los ritos de los que participo expresan exteriormente mi adhesión interior a lo que significan. Y además, con ello ofendería a los creyentes, ya que implícitamente les estaría diciendo que no valoro sus creencias.
Se trata de una ofensa a una fe de la que no se participa: una cosa es no tener fe y otra muy distinta simular esa fe buscando no se sabe qué tipo de unión con Dios…
Los cristianos creemos que en el Eucaristía está presente Jesucristo, y que por eso, recibirlo sin las debidas condiciones (la primera de las cuales es la fe) supone un grave sacrilegio.
A quien comulgara sin fe en la Iglesia, le pediría con cariño que no lo haga. Si no cree en la Iglesia, comulgar sería una farsa. Realizaría un gesto de comunión sin la menor comunión… estaría mintiendo.
También tendría que darse cuenta que ofende a Dios: quien creen en la Eucaristía cree que no es un trozo de pan, sino Cristo mismo. Por eso, comulgar sin fe, es una ofensa a Dios. Sería pretender unirme con Él a través de algo en lo que no creo… profanaría el signo de unión en el que no creo.
Si no cree, tendría que mostrar su respeto por la fe que no tiene, no participando de ella.
En cuanto a que lo importante es la relación con Dios, esto eso es obvio. Pero… esa relación tiene un cauce concreto…
Dios quiso hacer nuestra relación con Él más cercana, accesible a nuestra experiencia. Siendo espíritu puro, no tenemos experiencia física de Él: ¿cómo podríamos tener una relación con un Dios con el que no pudiéramos tener contacto?
Por eso se hizo Hombre: para que encontráramos a Dios en Jesucristo.
Y Jesús para eso envío el Espíritu Santo e instituyó la Iglesia: para que el Espíritu actuando en la Iglesia hiciera posible nuestro encuentro con Él.
Sin la Iglesia no podríamos tener a Jesús: la Iglesia nos transmite su palabra en la Sagrada Escritura y nos da su gracia en los sacramentos (que Jesús instituyó y confió a la Iglesia), sobretodo el don más precioso que es la Eucaristía.
Por todo eso tendría que aclararse a sí misma, analizar qué significa cuando dice que cree en el Dios cristiano… sin creer en la Iglesia, ni en sus enseñanzas… Aclararse qué es creer y qué es en concreto lo que cree…
El Dios cristiano es un Dios que se ha revelado… Por eso no es coherente con su concepción querer decidir qué es importante y qué no en la relación con Dios: nosotros no somos Dios…, no decidimos la fe… la recibimos de Él.
Por ser una religión revelada no surge de nosotros, la recibimos de Dios. Esto no lo podemos demostrar matemáticamente… pero lo creemos firmemente. Se puede creer o no creer, aceptarla o no; pero no tiene sentido “usar” ritos en los que no se cree buscando una experiencia de lo divino.

BLOG DEL P. EDUARDO VOLPACCHIO:https://algunasrespuestas.wordpress.com/2016/07/18/comulgar-sin-participar-de-la-fe-y-de-la-vida-de-la-iglesia/

El Adviento

Del 27 de noviembre al 24 de diciembre del 2016. El Adviento, Vísperas de Navidad, Ideas para vivir el Adviento, Corona de Adviento y otros recursos 



Del 27 de noviembre al 24 de diciembre del 2016
El Adviento es el comienzo del Año Litúrgico, empieza el domingo más próximo al 27 de noviembre y termina el 24 de diciembre. Son los cuatro domingos anteriores a la Navidad y forma una unidad con la Navidad y la Epifanía.
El término "Adviento" viene del latín adventus, que significa venida, llegada. El color usado en la liturgia de la Iglesia durante este tiempo es el morado. Con el Adviento comienza un nuevo año litúrgico en la Iglesia
Conferencias  del P. José María Iraburu en www.gratistade.net
Consulta también nuestro especial de Navidad.
MAS: http://es.catholic.net/op/articulos/13352/el-adviento.html#

jueves, 24 de noviembre de 2016

La corrupción es una forma de blasfemia...

(RV).- En su homilía de la misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta el Papa afirmó que la corrupción es una forma de blasfemia, a la vez que se refirió al lenguaje de Babilonia según el cual “no hay Dios” sino que sólo existe “el dios dinero, el dios bienestar, el dios explotación”. Franciscorecordó asimismo que en la última semana del Año litúrgico la Iglesia invita a reflexionar sobre el fin del mundo y sobre nuestro fin.
El Pontífice se refirió ante todo a la Lectura del Apocalipsis que alude a tres voces. La primera es el grito del ángel: “Ha caído Babilonia”, la gran ciudad, “la que sembraba la corrupción en los corazones de la gente” y que nos lleva “a todos nosotros por el camino de la corrupción”. “La corrupción es el modo de vivir en la blasfemia, la corrupción es una forma de blasfemia” – continuó explicando el Santo Padre – “el lenguaje de esta Babilonia, de esta mundanidad, es una blasfemia, no hay Dios: existe sólo el dios dinero, el dios bienestar, el dios explotación”. Y añadió que esta mundanidad que seduce a los grandes de la tierra caerá:
“Pero ésta caerá, esta civilización caerá y el grito del ángel es un grito de victoria: ‘Ha caído’, ha caído ésta que engañaba con sus seducciones. Y el imperio de la vanidad, del orgullo, caerá, como ha caído Satanás, caerá”.
Contrariamente al grito del ángel, que era un grito de victoria por la caída de “esta civilización corrupta”, hay otra voz potente – subrayó el Obispo de Roma –  el grito de la muchedumbre que alaba a Dios: “Salvación, gloria y potencia son de nuestro Dios”:
“Es la voz poderosa de la adoración, de la adoración del pueblo de Dios que se salva y también del pueblo en camino, que aún está en la tierra. El pueblo de Dios, pecador pero no corrupto: pecador que sabe pedir perdón, pecador que busca la salvación de Jesucristo”.
Este pueblo se alegra cuando ve el fin, y la alegría de la victoria se hace adoración. No se puede permanecer sólo con el primer grito del ángel, sin “esta voz poderosa de la adoración de Dios”. Pero para los cristianos – dijo también el Papa – “no es fácil adorar”: “Somos buenos cuando rezamos pidiendo algo”, pero la oración de alabanza “no es fácil hacerla”. Sin embargo, es necesario aprenderla, “debemos aprenderla desde ahora para no tener que aprenderla de prisa cuando llegaremos allá” – fue su advertencia – a la vez que subrayó la belleza de la oración de adoración ante el Tabernáculo. Una oración que sólo dice: “Tú eres Dios. Yo soy un pobre hijo amado por ti”.
En fin, la tercera voz es un susurro. El ángel que pide que se escriba: “¡Bienaventurados los invitados al banquete nupcial del Cordero!”. En efecto, la invitación del Señor no es el grito, sino “una voz suave”. Como cuando Dios habla a Elías. El Papa Bergoglio subrayó la belleza de hablar al corazón con voz suave. “La voz de Dios – dijo Francisco – cuando habla al corazón es así: como un hilo de silencio sonoro”. Y esta invitación a las “bodas del Cordero” será el final, “nuestra salvación”.
En efecto – añadió – aquellos que hayan entrado al banquete, según la parábola de Jesús, son los que estaba en las encrucijadas de los caminos, “buenos y malos, ciegos, sordos, cojos, todos nosotros pecadores, pero con la suficiente humildad como para decir: ‘Soy un pecador y Dios me salvará’”. “Y si tenemos esto en el corazón Él nos invitará” y sentiremos “esta voz susurrada” que nos invita al banquete:
“Y el Evangelio termina con esta voz: ‘Cuando comiencen a suceder estas cosas – o sea la destrucción de la soberbia, de la vanidad, todo esto – levántense y eleven la cabeza, su liberación está cerca’, es decir, te están invitando a las bodas del Cordero. Que el Señor nos dé la gracia de esperar aquella voz, de prepararnos a sentir esta voz: ‘Ven, ven, ven siervo fiel – pecador pero fiel– ven, ven al banquete de tu Señor”.

¿Qué sentido tiene el purgatorio?

El purgatorio, un nuevo tabúPara entender la lógica del purgatorio
Entre los muchos nuevos tabú… está el purgatorio. A muchos les parece un invento raro… y prefieren eliminarlo absolutamente de sus consideraciones…
Les resulta una idea desagradable, molesta, incómoda, innecesaria…,  como si fuera un invento de la Iglesia medieval que necesitamos superar definitivamente.
Así encontramos mucha gente -incluso personas con bastante poca o ninguna fe- que cuando muere algún ser querido afirman con gran seguridad que “ya está en el cielo”… como una manera de conseguir un fácil consuelo para ese momento doloroso. Y casi resulta de mal gusto que un sacerdote lo mencione en un velorio…
Pero ¿es razonable semejante afirmación? Y además, ¿es conveniente hacerla?
¿Quiénes están en el cielo? Los católicos sabemos que los santos canonizados allí están.
Porque al cielo van los santos… Y la Iglesia se toma el trabajo de estudiar concienzudamente la vida de algunos cristianos ejemplares, para “certificar” -por decirlo de alguna manera- que están gozando de Dios. Un estudio que lleva años, presentación de muchos testigos, análisis de sus escritos, comisiones de teólogos estudiando… y hasta se exige la comprobación de dos milagros para la declaración de la santidad (uno antes de la beatificación y otro antes de la canonización).
De manera que esos “procesos de canonización express”, sin proceso, sin estudio, personales (sin intervención de la Iglesia) que determinan la santidad de un fiel resultan al menos curiosos.
Y estos procesos de canonización “truchos”, tienen consecuencias prácticas negativas; entre otras, se reza mucho menos por los difuntos. Obvio, no rezamos por los santos porque no lo necesitan; nos encomendamos a ellos para que intercedan por nosotros.
Porque dejémoslo claro, al cielo sólo van los santos. Este es el punto de partida. El cielo es el estado definitivo de dicha, de quien ha completado su proceso de alcanzar la plenitud humana y cristiana – que es para lo que estamos en esta vida,  para ser santos-, que ha purificado todos sus defectos y pecados… y así está “listo” para la eternidad. Precisamente la dicha de haber alcanzado la meta, que no es un lugar sino un estado de comunión plena con Dios (el amor absoluto, la plenitud). En el cielo no hay desarrollo… uno permanece toda la eternidad en la perfección con la que llega (la eternidad del cielo supone una plenitud, y por tanto ausencia de cambio).
Por eso quien muere en el amor de Dios (quien muere sin Él, elige el infierno), pero sin haber alcanzado la plenitud para la que fue creado e imperfectamente purificado… no es solo que no puede, sino que no quiere ir cielo en ese estado. Es como una fruta verde o una comida cruda… a la que falta cocción, maduración.
La misericordia infinita de Dios lo purifica en el purgatorio, que no es un lugar,  sino un estado, un estado de purificación.
El purgatorio es un estado de gran alegría que procede de la seguridad de la salvación. El alma todavía no posee a Dios -a quien desea con todas sus fuerzas-,  pero tiene la certeza de su posesión. Una certeza que nosotros no tenemos. Nosotros podemos confiar en nuestra salvación (esa es la virtud de la esperanza) pero no tenemos certeza absoluta de ella, ya que somos libres y podemos alejarnos de Dios (es un hecho que nosotros mientras estamos en la tierra podemos acabar en el infierno, porque podemos rechazar el amor de Dios). Las almas del purgatorio son consoladas con esta certeza, que llena absolutamente de paz.
Es verdad que en el purgatorio se sufre –y se sufre mucho–, pero es un sufrimiento fecundo y gozoso porque el alma experimenta el propio avance, progreso, acercamiento a Dios.
El alma quiere identificarse con Dios, va superando todo rencor, mal deseo, inclinación desordenada, defecto, heridas del pecado… La libertad va identificándose con la voluntad de Dios. Va progresivamente comprendiendo los planes de Dios, va entrando en sintonía con Él. Para esta transformación del alma es necesario el purgatorio. Y eso la fe nos enseña que se hace vía la purificación. Una purificación que es costosa, dolorosa; pero al mismo tiempo terriblemente gozosa.
Este sufrimiento es radicalmente diferente del que sufren los condenados en el infierno. No es un castigo, sino una bendición. No es eterno sino provisional, no es amargo sino lleno de amor y esperanza, no es estéril sino transformador.
Esto que hemos explicado es lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica:
1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
La Iglesia desde el principio ha rezado por los difuntos. Lo hace porque está convencida de que así alivia sus sufrimientos y acelera su avance hacia el cielo. Es una muestra de solidaridad con nuestros hermanos difuntos. Lo único que puede hacer por ellos, y  por cierto muy valioso. De hecho no faltan testimonios de almas del purgatorio que han aparecido pidiendo oraciones y también agradeciéndolas.
De modo que quizá sea conveniente que perdamos el miedo a hablar del purgatorio, nuestros hermanos que allí están, nos lo agradecerán mucho.
Eduardo Volpacchio
La Plata, 11.11.2016

domingo, 20 de noviembre de 2016

Santa Misa de clausura del Jubileo de la Misericordia

(RV).- La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia, como recordó el Papa Francisco la mañana del domingo 20 de noviembre en la Plaza de San Pedro durante su homilía en la conclusión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Ante más de 70 mil fieles y peregrinos el Obispo de Roma observó que sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. “Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera”, precisó el Pontífice, invitándonos a pedir la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. “Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás, porque, constató, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza”. Al final de la Misa el Santo Padre firma su Carta Apostólica "Misericordia et misera", dirigida a toda la Iglesia, "para continuar a vivir la misericordia con la misma intensidad experimentada durante todo el Jubileo extraordinario". La Carta será publicada el lunes y presentada en la Oficina de Prensa de la Santa Sede. La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, sino sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas. Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es aquí —nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura—, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo. Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13,8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza. Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús. En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo esta lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?». Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23,35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4,1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto. Para acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época. En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Dios, apenas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo. Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza. Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.

domingo, 13 de noviembre de 2016

¿Ir a Misa sin sentirlo?

La Misa y los sentimientos 
Sobre una confusión quizá demasiado extendida. 


Me preocupa haber encontrado no pocas personas a las que les han aconsejado –incluso algún sacerdote– no asistir a Misa el domingo si “no lo sentían”. De ser cierto estos consejos, significaría que el criterio moral para evaluar la conveniencia de la asistencia a Misa sería el siguiente: “Si lo sentís, tenés el deber de ir a Misa; si no lo sentís no tenés que ir (o al menos podrías no ir)”. Es un planteo que hace decisivos, desde el punto de vista moral, los sentimientos. Si, con una pizca de ironía, nos colocamos en un contexto de buscar excusas para no ir a Misa, el asunto sonaría de tal manera que sentirse bien en Misa sería una carga, que me obliga a ir; y sentirse mal con la Misa, una fuerza liberadora del precepto. Ya se vé que hay algo que no funciona. En efecto, si consideramos racionalmente la postura, nos daremos cuenta de que es sencillamente un disparate. Es lo que trataremos de analizar en estas líneas.
De entrada hay que decir que el criterio señalado es inaplicable. 
Para poder usarlo tendríamos que descubrir primero de qué sentimientos se trata: sentir ganar de ir a Misa, sentir emoción en Misa, aburrirse en Misa, sentir pereza, sentir simpatía o enojo con el sacerdote, sentir más ganas de otras cosas y un largo etcétera de posibles sentimientos. Una vez aclarado qué tipos de sentimientos aconsejarían no asistir a Misa; habría que preguntarse qué intensidad de sentimiento sería necesario para excusar de pecado o cometerlo. De más está decir que todo este planteo carece de sentido. Sabemos qué nos pide Dios en primer lugar: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma y con todas tus fuerzas". No nos pide buenos sentimientos, sino que amemos "con obras y de verdad". La superficialidad del argumento usado como justificante del abandono de la práctica religiosa, supone además ignorar varias realidades: • Desconocer el valor salvífico de la Misa más allá de los sentimientos de los asistentes. • Desconocer el valor de la obediencia a las leyes de la Iglesia. • Desconocer el sentido del deber. • Desconocer el valor del sacrificio como expresión de amor. • Desconocer la psicología humana, ya que si dejo de hacer cosas buenas -está fuera de discusión la bondad del sacrificio Eucarístico- que me cuestan, difícilmente tendré ganas de hacerlas después. Y menos de apreciarlas.
El valor de la Misa 
El consejo sería válido si la única función de la Misa fuera suscitar en quienes participan buenos sentimientos. Si fracasara en tal intento –que sería su única razón de ser– efectivamente sería inútil, y no nos serviría para nada la asistencia a la misma. Pero la Misa es una acción divina, que santifica al mundo. Hay en ella mucho más de lo que veo, de lo que toco, de lo que siento. De manera que la Misa me sirve mucho más de lo que puedo darme cuenta, es más, no sólo me sirve, la necesito para tener vida eterna.
Preceptos y sentimientos
En el caso de la Misa dominical hay en juego algo más que la piedad: un precepto de la Iglesia. Y el cumplimiento de las leyes va más allá de los sentimientos. En este caso, además, se trata de un precepto que obliga gravemente (es decir, que su incumplimiento, en principio, es grave). Un legislador jamás contemplaría entre las causas excusantes del cumplimiento de la ley la carencia de sentimientos: los sentimientos no tienen lugar en el ámbito jurídico porque no pueden ser medibles objetivamente. Si una persona flaquea y por debilidad falta a Misa el domingo, con humildad pedirá perdón al reconocer su falta, y Dios lo perdonará. El problema aparece cuando se intenta justificar la falta, para que deje de ser falta. Entonces, se confirma en el camino del abandono del cumplimiento de sus deberes religiosos. Y esto, lejos de acercarlo al amor de Dios, lo alejará de su presencia.
La falta de sentimientos puede ser ofensiva
En las relaciones humanas, la falta de sentimiento no exime del cumplimiento de deberes familiares o sociales. Por el contrario, si ése es el motivo del incumplimiento, lo hace más ofensivo. Si no asisto a la celebración del cumpleaños de un amigo, seguramente podrá entender las razones que me lo impiden. Pero si me justifico diciendo que no me dice nada su persona y su celebración, lejos de excusarme, la explicación hará más dolorosa mi ausencia, la convertirá en un auténtico desprecio. Me parece que a Dios lejos de agradarle que un cristiano no vaya a Misa porque no lo siente, le resulta más ofensivo. Y le “duele” que no haga ningún esfuerzo por superar esa falta de sentimiento para estar con El. Sería muy egoísta la actitud de quien dejara de ir a Misa cuando deja de “sentir”: como si sólo buscara “sentirse bien” y cuando no lo consigue, la abandonara porque “ya no me sirve”. No vamos a Misa a sentirnos bien, sino a participar del mayor acto de amor de Dios por los hombres; no vamos a pasárnoslo bien, sino a dar Dios el culto que merece ofreciéndole nada menos que la entrega de Cristo y a buscar la gracia que necesitamos para ser buenos hijos de Dios. El valor de esto está mucho más allá de lo que yo pueda sentir. A Dios no le molesta que no sienta nada. El sabe bien cómo es mi estado interior. Quiere que lo ame, incluso cuando mis sentimientos no me facilitan ese amor.
La solución verdadera
Quizá sea cierto que la mayor parte de la gente que deja de ir a Misa, lo haga por motivos “afectivos”: no siente nada, se aburre, no tiene ganas. Tienen fe, dicen amar a Dios, pero no los llena, no sienten nada. Y es la mayor donación de Dios a los hombres. Es una lástima, pero está muy lejos de justificar la falta de práctica religiosa. Quienes están en esta situación tienen un problema, y tendrían que buscar cómo resolverlo. Quizá deberían plantearse que la Misa no tiene la “culpa”. Que la solución no es dejar de asistir, sino intentar que les diga algo, entenderla mejor, vivirla con más intensidad. Dejar de ir a Misa es la peor de todas las “soluciones” posibles a su falta de sentimientos, porque no soluciona nada. Nunca “gracias” a dejar de participar en la Misa conseguirán amar más a Dios, y sentir más intensamente ese amor. Quien ama se lo pasa bien con el amado, pero no es eso lo que busca (el amor egoísta se busca a sí mismo). Quien busca dar gloria a Dios, sabe prescindir de sus sentimientos: busca agradarlo, aunque no saque nada de provecho personal.
Conclusión Si faltás a Misa los domingos, por favor, no te justifiques diciendo que no te dice nada. No te excusará delante de Dios. Resulta evidente que a quien nos pide como primer mandamiento que lo amemos, no puede resultarle indiferente que le digamos que no sentimos nada por su compañía. Si escuchás a alguien razonar de esta manera, decile que lo piense mejor, porque es un razonamiento que carece de lógica por donde lo consideres. Por otro lado, y para terminar, si ha habido tantas almas enamoradas de la Eucaristía, será que algo tiene, y habrá que ponerse en campaña para descubrirlo.

Es todo un desafío. P. Eduardo Volpacchio